A
propósito de la Huelga programada por los educadores para el próximo 5 de Abril
deberían leer, recordar y/o analizar el artículo publicado en la Revista "ETIQUETA NEGRA" a finales del año 2015; para que vean la calidad de
ministro que por desavenencias políticas el congreso lo censuró apoyado por los
profesores y ahora también están poniendo la primera piedra al Gobernante
(Presidente de la República) que quizás sea el que más conoce del sector
Educación, de sus sufrimientos, vicisitudes y necesidades. Quizás no logre lo
que hizo en Moquegua la región que gobernaba, pero no será por lo que haga el
sino, por lo que no le deje hacer el Congreso.
AQUÍ
EL ARTÍCULO COMPLETO:
Un
ministro y un gobernador han peleado por rescatar el respeto social por los
maestros del Perú. Hoy casi nadie reconoce en la calle al ministro de Educación
Jaime Saavedra ni al ex gobernador de Moquegua Martín Vizcarra, dos
funcionarios que trabajaron para vencer el estigma latinoamericano de que todo
servidor público es tan inútil como ladrón.
¿Quién
cruza la calle diez años después para abrazar a un ex ministro?
Una
crónica de Jorge Turpo Rivas y retratos de Alonso Molina
La
tarde antes de despedirse de su visita de inspección, el ministro de Educación
le dijo al gobernador: «No estás haciendo nada extraordinario. Sólo estás
haciendo lo que se debe hacer». Jaime Saavedra, ministro de Educación de Perú,
había viajado a Moquegua, a unos mil cien kilómetros al sur de Lima, para
entender cómo miles de niños de segundo año de primaria habían logrado los
primeros puestos en un examen nacional de lectura y matemáticas. Era febrero de
2013, y el ingeniero Martín Vizcarra, entonces gobernador de esta región del
Perú conocida por su producción de cobre y pisco, había conseguido en tres años
en el poder que siete de cada diez niños entendiera lo que leía, y que cinco de
cada diez alumnos resolviera bien problemas básicos de matemática. En promedio,
en el resto del Perú, sólo cuatro de cada diez estudiantes de primaria
entendían qué leían, y apenas tres de cada diez resolvían problemas de
aritmética. Dos días antes, cuando el gobernador Vizcarra saludaba por primera
vez al ministro, le había comentado con su voz grave de locutor radial: «No se
vaya a decepcionar: no estamos haciendo nada extraordinario». A diferencia de
otras autoridades, recuerda Vizcarra, el ministro de Educación no miraba su
reloj, no dejaba de escuchar con calma a quien se le acercara y hasta se quedó
dos días en Moquegua sin preocuparse por la hora en la que partiría su avión.
En sus viajes, los ministros son profesionales de paso abreviado y urgente, que
quieren enterarse todo en dos horas sin entender una experiencia. Durante esos
dos días, Saavedra se portó como un hombre atento que quería aprender. Fue la
primera vez que un ministro de Educación recorría esa región, más allá del
deber, seducido por sus súbitos progresos en el aprendizaje de los niños.
Durante
esos dos días en Moquegua, el ministro de Educación se mostró motivador y
realista: «Quiero felicitarlos, pero esto todavía no es un éxito: es sólo una
señal de esperanza». Crítico: «¿Por qué no nos hemos asegurado de que todas
nuestras escuelas tengan el estándar mínimo para el aprendizaje?». Enfocado:
«Tenemos que revalorizar el trabajo de los profesores». Hoy la profesión de
maestro en el Perú se ha desvalorizado tanto que más de trescientos mil
maestros de las escuelas públicas ganan un tercio del sueldo que sus colegas
recibían casi cincuenta años atrás. Un maestro del Perú gana en promedio
seiscientos dólares al mes; en Chile, el doble; en Brasil, el triple. Una
aeromoza gana mil dólares y un albañil setecientos dólares. Saavedra dice que
para el 2021 se debería llegar a duplicar los sueldos de los maestros.
Jaime
Saavedra dejó la vicepresidencia del Banco Mundial para ser ministro. Martín
Vizcarra dejó su empresa constructora para ser gobernador. Vizcarra es
ingeniero civil; Saavedra economista. Las madres de ambos fueron profesoras de
primaria. Ellas, coinciden los dos, les enseñaron a tener ambición de
excelencia. La esposa de Vizcarra es directora de un colegio público de nivel
inicial y la esposa de Saavedra enseña en la Universidad de la Escuela Superior
de Administración y Negocios, ESAN. Vizcarra es más alto que Saavedra por una
cabeza. Ambos usan anteojos de medida. Sin ser maestros de profesión, Vizcarra
y Saavedra habían respirado en casa desde niños el drama de ser maestro en el
Perú. Entre 2011 y 2014, el eslogan del gobierno de Vizcarra fue: En Moquegua,
la educación es primero. El ministro Saavedra ha hecho pintar en lo más alto
del edificio de doce pisos del Ministerio de Educación: Rumbo a la nota más
alta. En lugar de entender el progreso de la educación invirtiendo sólo en
construcción y tecnología, Vizcarra y Saavedra apostaron por recuperar el amor
propio de profesores y directores de colegios.
En
un video de homenaje por el Día del Maestro en el Perú, el ministro Saavedra
busca medio siglo después a su maestra favorita de la escuela primaria donde él
estudió. Días después de publicado el video en la cuenta de Facebook del
Ministerio de Educación, su profesora Ana Chávez Villanueva, maestra jubilada
de castellano, escribe allí en mayúsculas: «Cuando eras niño, ya se vislumbraba
lo que eres ahora». Visto más de diez mil veces, debajo del video se mezclan
unos trescientos comentarios entre el escepticismo, el agradecimiento, y el
desencanto. «Los burócratas del ministerio y el gobierno piensan que el maestro
peruano vive de las gracias», escribe Roger Panti Cahuana; «Los maestros de las
zonas rurales no verán ese mensaje porque no tienen ni electricidad. Un saludo
no soluciona su situación», se queja Mariela Condorena. «¿Y qué del saber que se
logra con la experiencia y no con un título? ¿Por qué contradicen lo que muchos
expertos en educación aseveran?», se
interroga Jacqueline Mendoza. «Gracias, ministro, por reconocer nuestro papel.
Yo también tuve una buena maestra, quien en primaria nunca me comparó, me
escuchó, me hizo sentir único», dice Percy Salinas. «Buen ejemplo para la vida,
gracias ministro por su trabajo inspirador», saluda Cecilia Obando. «Gracias
ministro, la verdadera educación no sólo es hacer que la gente haga lo
correcto, sino que disfrute haciéndolo», añade Yekeli Gámez. «Bonito mensaje,
pero lástima que no lo demuestren con hechos. El aguinaldo que vamos a recibir
en Fiestas Patrias es una ofensa», reclama Lourdes Monzoy. Como era de
esperarse, siempre que un ministro saluda públicamente a los maestros, es más
una oportunidad para exigir soluciones que para dar las gracias. No es usual
que un ministro salude a los maestros narrando una historia personal, y que, en
lugar de contarla desde el sillón de su oficina, fuera a filmar la escena al
colegio donde estudió. Ese mismo día, desde el Ministerio de Educación, el
ministro ordenó enviar mensajes de texto personalizados a los teléfonos móviles
de ciento cincuenta mil maestros: «Soledad. Gracias por tu compromiso para
lograr una educación de calidad. Feliz Día». Era un modo cortés de acercarse a
miles, de medir el pulso de lo que estaba sucediendo en las escuelas
Dijo
Freud que había tres profesiones imposibles: gobernar, educar y analizar.
Entender qué hace el ministro de Educación de un país sería, en ese sentido una
experiencia intransferible. La labor de profesor, ensayó George Steiner, abarca
todos los matices imaginables, desde una vida rutinaria y desencantada hasta un
elevado sentido de la vocación, desde el papel del pedagogo destructor de almas
hasta el papel de maestro carismático, ser el policía bueno o ser el policía
malo. Si preguntáramos qué es ser un buen maestro, tendríamos tantas respuestas
como alumnos. ¿Qué hace conmovedor y memorable a un profesor? ¿A qué maestros
recordamos años después de dejar de estudiar? Ken Bai, un investigador del
Center for Teaching Excellence de la Universidad de Nueva York, cree que no es
tanto lo que hacen los profesores —planear clases y tomar notas para lecciones
magistrales—, sino lo que comprenden —la asignatura y el valor del aprendizaje.
Es decir: saben cómo atraer y desafiar a los estudiantes y provocar en ellos
respuestas apasionadas. Un buen maestro, dice Bain, se pregunta si sus
estudiantes cambian su forma de pensar asistiendo a clase.
Vizcarra
también había entendido que la Educación es un asunto muy personal. Cuando
llegó al último año de su gobierno de Moquegua, había prometido no postular a
la reelección y cumplió su palabra, pero aún tenía una deuda por resolver: una de
sus escuelas siempre ocupaba el último lugar en las pruebas nacionales del año.
Era el Colegio Modelo San Antonio, el mayor de Moquegua, con mil quinientos
alumnos. Hasta el 2011 solo tres de cada diez estudiantes de este colegio podía
resolver bien problemas elementales de matemática y entender los textos que
leían. Desde que Vizcarra fue gobernador, destinó el treinta por ciento de su
presupuesto total a la educación cuando el resto de gobernadores no invertía
más del diez por ciento. Con esa cifra, que en dinero se traduce en unos diez
millones de dólares al año, Vizcarra construyó aulas nuevas, contrató a
maestros capacitados para supervisar las clases de los profesores, instaló
computadoras y cañones multimedia para los trescientos colegios de Moquegua. El
porcentaje que invirtió en Educación nació de una pregunta que se hacía como
gobernador: ¿Cuánto es lo máximo que se puede dar a Educación sin descuidar la
salud, la agricultura y las carreteras? Sacaron cuentas y resultó ese treinta
por ciento. «Fue una decisión política, pero con base técnica», recuerda
Vizcarra.
Sabiendo
que, incluso con todo ese dinero, no sería suficiente, el gobernador se empeñó
en ir convenciendo a persona por persona. La maestra Rosario Siles, subdirectora de primaria del
colegio San Antonio, recordó que, durante una reunión con el gobernador,
contagiada por su entusiasmo, una de las profesoras le prometió: «Este año
llegaremos al primer lugar y usted será nuestro padrino». Vizcarra les tomó la
palabra. El resto de maestras de ese colegio le reclamaron a su compañera por
lanzar al gobernador un reto tan difícil sin consultarles. «Como ya lo había
lanzado —dice Siles—, no podíamos echarnos para atrás». Trabajaron por las
tardes dando más horas de clases a los niños, involucraron a los padres de
familia a acompañarlos con las tareas, y a las autoridades de San Antonio les compraron los cuadernos de trabajo, pagaron la papelería de los exámenes de ensayo previos a
la gran prueba nacional, y contrataron a un psicólogo para padres y niños. Cuando
se supo el resultado, que ocho de cada diez niños de este colegio tuvieron
éxito en las pruebas, Vizcarra festejó el progreso del colegio como si hubiera
ganado una elección política y fue a abrazar a las maestras. El San Antonio
acababa de ganar el primer lugar nacional en matemática, y el segundo lugar
nacional en lectura. «Nos vamos a quedar con el primer puesto otra vez —dice la
subdirectora de primaria—. Es cuestión de amor propio. Nadie nos paga más por
esto». Se ha propuesto el reto de que el noventa por ciento de sus alumnos
supere la próxima prueba nacional en lectura y matemáticas. Siles recuerda que
Vizcarra les dijo que, cuando sobraban ganas, no era necesaria mucha ciencia ni
traer a un genio para arreglar los problemas. Siles dice que no hay mayor
alegría en la vida que ver a un niño aprendiendo a leer y escribir. «Son como
el popcorn: uno empieza a reventar y luego otro, y otro, y así todos aprenden.
Es una alegría inmensa». Vizcarra y sus maestros organizaron el contagio.
II
Una
mañana de octubre de 2015, el ministro de Educación no iba a llegar a tiempo a
una reunión y le pidió a su chofer que buscara el camino más corto al edificio
del ministerio donde lo esperaban siete ex campeones de atletismo, karate,
natación y vóley que lo iban a asesorar en cómo volver a formar deportistas
escolares de alto rendimiento. Veinticinco años atrás, en 1990, durante el gobierno
de Alberto Fujimori, el Ministerio de Educación del Perú había reducido a dos
horas por semana el curso de Educación Física en los colegios. En 2014, el
ministro decidió que se aumentara a cinco horas semanales y contrató a cuatro
mil quinientos profesores de educación física. Esa mañana el ministro Jaime
Saavedra tenía quince minutos para llegar a la reunión con los ex campeones.
«Ponle turbo», le dijo a su chofer. Una motocicleta de la Policía de Tránsito
iba por delante de ellos ayudando a abrirle paso al Toyota Lexus negro, el auto
oficial del ministro. Se había retrasado la ceremonia donde había inaugurado un
encuentro latinoamericano de Pedagogía Hospitalaria y Saavedra se impacientó
porque estaba llegando tarde a esa cita. Tenían que recorrer unos doce
kilómetros en diez minutos. De pronto, un taxi se cruzó delante del auto
oficial sin atender la bocina en tono de sirena que el chofer del ministro
tocaba para que le cediera el paso. El taxista, que sabía que un alto
funcionario del gobierno viajaba en ese automóvil con escolta y vidrios
polarizados, sacó su mano izquierda por la ventana y movió todos sus dedos en
círculo haciéndole un gesto que en el Perú significa robar. El ministro, que en
ese instante hablaba por teléfono en el asiento posterior, no se dio cuenta de
la provocación del taxista.
Días
después, en su oficina del Ministerio de Educación, me diría que para él había
tres obstáculos que impedían cambiar la administración pública y el país: 1.
Hemos perdido el convencimiento de que se pueden cambiar las cosas. 2. No
tenemos ambición de excelencia: se hace lo que se puede. 3. Creemos que todos
los funcionarios públicos son corruptos y ladrones. Este último prejuicio, cree
él, es el más grave para su trabajo. Como se sospecha de que todos los
empleados del gobierno se dedican a robar, se ha aumentado una variedad de
candados al gasto público y a un funcionario se le advierte de que será
denunciado si no cumple con las reglas. Saavedra explica la lógica consecuente:
«Mientras menos haga, mejor, porque todo el Perú asume que yo soy ladrón y
puedo terminar denunciado». Un ejemplo sencillo de la consecuencia de cuánto
cuesta ejecutar una compra en el Ministerio de Educación se traduce, por
ejemplo, en que los niños de las escuelas públicas no reciban sus cuadernos y
libros en marzo, cuando se inicia el año escolar, sino hasta mayo o junio. «El
funcionario público es ladrón hasta que demuestre lo contrario. Así no podemos
avanzar», advierte el ministro
El
gesto del taxista que cerró el paso al automóvil oficial del ministro es sólo
una evidencia de que pensar lo peor de los funcionarios es un hábito diario y
constante. Para actuar en el Ministerio de Educación, se necesita abogados,
administradores, ingenieros, economistas, arquitectos, psicólogos,
especialistas en software. Contratar profesionales de alto nivel resulta más
que complicado cuando la creencia general es que allí trabajan ladrones. El
ministro Saavedra convenció a más de cincuenta especialistas para que
trabajasen con él. Hubo quienes lo criticaban diciendo que el Ministerio de
Educación ha contratado a demasiados economistas. Él respondía que, por el
contrario, aún le faltaban más expertos. Hasta hace unos años la mayoría de las
jefaturas y direcciones del ministerio eran ocupadas por pedagogos y había, por
ejemplo, numerosos colegios que se quedaban sin agua porque no se pagaban a
tiempo los recibos del servicio. «¿Es eso un problema de pedagogía, de
psicología o ciencias sociales? —se pregunta el ministro—. No, es un problema
de gestión presupuestal, y lo debe ver un contador o un economista». Mónica
Medina, jefa del gabinete de asesores del ministro, trabajaba en el Banco
Central de Reserva cuando, Saavedra, su ex compañero en la carrera de Economía
de la Universidad Católica del Perú, la llamó a su equipo. «Acepté —dice ella—
porque conozco su afán por la excelencia». La economista Medina recuerda al
estudiante universitario Jaime Saavedra como el primero de la clase,
preguntando lo que al resto del aula no se le ocurría.
Esa
costumbre de preguntar y preguntar la conserva hoy como ministro de Educación.
Algunos de sus funcionarios se ven en aprietos cada vez que le explican un
proyecto y él les pregunta por un solo detalle. Una mañana, cuando su equipo de
asesores le expuso el proyecto para aumentar las horas de estudio en cincuenta
colegios de secundaria, el ministro les preguntó qué había que hacer para que
no fuesen cincuenta sino mil colegios beneficiados. Sus directores del
Ministerio de Educación tuvieron que volver a ensayar todo el plan. El ministro
Saavedra usa camisas celestes desde cuando trabajaba en el Banco Mundial, en
Washington. Frente al edificio del Banco Mundial está el del Fondo Monetario
Internacional, FMI, y sus empleados siempre lucían camisa blanca y traje azul. Saavedra
dice que ése es el traje de los banqueros. Desde entonces, para diferenciarse,
eligió el color celeste. «Tengo varias camisas del mismo color, varios trajes
también del mismo color y zapatos del mismo color para no perder el tiempo
pensando en escogerlos». Apenas se licenció de economista en la Universidad
Católica del Perú, Saavedra trabajó en el Banco Central de Reserva del Perú,
pero renunció antes de cumplir un año. No le gustó el trabajo de oficina y
ahora en su hoja de vida no menciona su paso por ese banco. Prefiere recordar
que fue director ejecutivo e investigador principal del Grupo de Análisis para
el Desarrollo Económico, Grade. De esa época publicó una investigación
titulada: La situación laboral de los maestros respecto de otros profesionales,
implicancias para el diseño de políticas salariales y de incentivos. En ese
trabajo cita a José Carlos Mariátegui, el gran pensador marxista de América
Latina, nacido en Moquegua, igual que el gobernador Martín Vizcarra. Ya en 1925
Mariátegui sentenciaba: «El Estado condena a sus maestros a una perenne
estrechez pecuniaria. Les niega casi completamente todo medio de elevación
económica o cultural y les cierra toda perspectiva de acceso a una categoría
superior». Noventa años después sus palabras siguen latiendo.
Noventa
años después, el ministro Saavedra ha querido acabar esta injusticia. Ha sido
el primero en evaluar a más de ciento cincuenta mil maestros que querían
ascender. Por la nueva ley magisterial, sus aumentos de sueldos ya no se hacen
de manera masiva y por tiempo de servicio, sino a través de una escala de
méritos que va del uno al cinco. Desde su oficina, a través de cámaras de
seguridad, el ministro verificó que las todas las cajas fuertes con los
exámenes se abrieran al mismo tiempo. Por primera vez, por méritos propios,
cincuenta y cinco mil maestros ascendieron de nivel, y hoy ganan un treinta por
ciento más que su sueldo anterior. Por primera vez unos quince mil directores
de colegios del Perú, también elegidos por una prueba nacional, tendrán la responsabilidad
de elegir a los maestros con quienes quieren trabajar. «Por décadas esa ha sido
la gran tragedia —dijo Saavedra—. Al director se le daba la responsabilidad de
manejar una escuela, pero no tenía un mecanismo de decisión». Por primera vez,
unos doscientos mil maestros rindieron una prueba para ganar veinte mil
vacantes. Ganarás a tus alumnos con el sudor de tu frente. Enseñar es un arte
dramático.
Jaime
Saavedra juramentó en el Palacio de Gobierno el último día de octubre de 2013 y
en la madrugada del día siguiente, uno de sus dos viceministros le informó que
estaba dañado el software para un examen que seleccionaría a quince mil
directores de colegios. A las siete de la mañana del viernes 1 de noviembre de
2013, festivo por el Día de Todos los Santos, el nuevo ministro se dirigió a la
sala de reuniones del piso doce del Ministerio de Educación sin siquiera
conocer su despacho. Más de quince personas, a las que tampoco aún conocía, le
explicaron el problema. El examen tenía que darse al día siguiente pero no
había forma de arreglar el software ni enviar materiales desde Lima al resto
del país. La primera decisión del nuevo ministro fue suspender esta prueba.
Llamó al presidente Ollanta Humala y se lo informó. Llamó al presidente de la
Comisión de Educación del Congreso. Su primera aparición en televisión nacional
como ministro fue para ofrecer disculpas a miles de maestros.
Tres
semanas después, la portada de El Comercio titulaba: «La educación en el Perú
retrocede al último lugar». Eran los resultados de la prueba PISA, Programme
for International Student Assessment, en la que a sesenta y cinco países del
mundo se les mide el razonamiento matemático, la comprensión de lectura y el
conocimiento de ciencias de sus escolares de quince años. Perú quedó en último
lugar de los sesenta y cinco países que habían solicitado someterse a esta
prueba. «Para la prensa nacional —dice Saavedra—, éramos los últimos del
mundo». Por esos días el ministro de Educación también se cruzó con un hombre a
quien le habían pedido dibujar su percepción sobre la gente en el ministerio y
había dibujado a una morsa mirando un reloj que marca las cinco de la tarde. El
hombre acababa de entrar a trabajar allí. «Así no es la gente que trabaja en el
ministerio, pero esa es la percepción», explicó el ministro.
Desde
el primer día en el Ministerio de Educación, una de sus graves limitaciones fue
la falta de dinero. En 2011 el presupuesto equivalía a 2.8 % del Producto Bruto
Interno del Perú. En 2016, el gasto educativo llegará al 3.9 % del PBI, un
récord en la historia del país. Es una inversión pobre si la comparamos con
Colombia, México y Chile que invierten cerca del 5% en Educación. Argentina,
Brasil y Uruguay están por encima de 6%. Cuando se encontraba con sus amigos
del colegio, le decían que no debía haber aceptado ser ministro, que ese
ministerio no tenía plata, que estaba muy politizado, que la educación pública
es muy mala y que no había mucho por hacer. Jaime Saavedra tomó la decisión de
aceptar el trabajo en memoria de sus padres. Renunció a su sueldo de
vicepresidente del Banco Mundial que es tres veces superior al de un ministro
en el Perú. Renunció a la estabilidad de su posición en el Banco Mundial por la
incertidumbre de un ministerio donde podrían cesarlo en cualquier momento. Su
madre María Esther Chanduví había sido exigente con él. «Me tomaba la lección y
me decía: ‘Sí lo sabes, pero no está maduro’», recuerda, con esa lógica de que
las cosas siempre se pueden hacer mejor.
Su padre fue un médico pediatra asimilado al Ejército. «Era generoso y
muy preocupado por las necesidades de la gente», dice el ministro. «En su
consultorio privado muchas veces no les cobraba a quienes no tenían para
pagarle». El ejemplo le ayudaría a decidir apostar por los maestros.
Esa
mañana de octubre de 2015, el ministro de Educación llegaría a su cita con los
deportistas media hora más tarde. Mientras su automóvil negro avanzaba a no más
de veinte kilómetros por hora, Saavedra hablaba con una de sus asesoras sobre
qué hacer para que los directores de colegios pudiesen usar parte de su
presupuesto anual de mantenimiento en mejorar sus jardines. «Aunque parezca una
tontería, es mucho más agradable que los chicos vuelvan cada día a una escuela
con jardines que a un terral». La burocracia interna exigía también cambiar una
norma para que se pudiese sembrar pasto en las escuelas. Esa mañana, el
ministro anotó la idea en su agenda. Subió muy apurado hasta el piso doce del
ministerio de Educación, abrazó por su cumpleaños a Mónica Medina, la jefa de
sus asesores, y, cuando llegó a la sala de reuniones, el ministro ofreció
disculpas a sus deportistas invitados y les empezó a preguntar detalles sobre
deporte de alta competencia, inversiones, normas que había que modificar y cómo
ellos podían ayudarlo. Horas después partiría a la región La Libertad. El
fenómeno de El Niño amenazaba destruir colegios. El ministro de Educación
quería organizarse contra el arrebato de la naturaleza.
III
Una
tarde de junio de 2015, el ingeniero Martín Vizcarra acompañó a su esposa hasta
una escuela pública de niños de tres a cinco años que ella dirige en Moquegua.
Maribel Díaz, maestra de Educación Inicial y directora de la escuela Sagrado
Corazón de Jesús, necesitaba su opinión de ingeniero civil y socio de una
compañía constructora, para decidir en qué gastar un presupuesto anual
equivalente a seis mil dólares que el Ministerio de Educación destina para
mejorar las aulas del colegio. Al año siguiente la directora de la escuela
tendría una vacante para un profesor más y sabía que le faltaría un aula para
él. Su esposo, el ex gobernador de Moquegua, llevaba los cordones de sus
zapatos sin atar, pero estaba convencido de que ese colegio no necesitaba un
aula más. En el Perú siete de cada diez colegios necesita urgentes trabajos de
reparación, pero el ingeniero quería ayudar a su esposa a decidir cómo utilizar
mejor su presupuesto. «Ese dinero sólo te alcanzará para pagar mis honorarios
por la asesoría», le dijo a ella sonriendo. «Serás mi asesor ad honorem»,
respondió ella.
Vizcarra
le sugirió que, en lugar de un maestro más, solicite contratar un vigilante o a
personal de limpieza que le hacían falta, y que esos seis mil dólares los
gastara en construir baños para los niños que estudiaban en las aulas del
segundo piso de su escuela. Los directores de colegios públicos hacen las veces
de gerentes, contadores y psicólogos cuando deben orientar a los padres de
familia sobre el rendimiento académico de sus hijos. A pesar de esa carga,
escuelas como la de Maribel Díaz han ganado prestigio porque los niños que allí
estudian ingresan a las mejores escuelas públicas y privadas. Por eso cada año
más padres forman largas colas para matricularlos pero no todos logran una
vacante. La capacidad es para doscientos niños y, por la alta demanda, Maribel
Díaz quería construir un aula más. Su asesor ad honoren se opuso. «No necesitas
más alumnos: necesitas mejores ambientes para los que ya tienes», le dijo
Vizcarra.
La
maestra Díaz, su esposa, que había estudiado un año de Medicina en Tucumán antes
de graduarse de maestra de Educación Inicial en el Pedagógico Mercedes Cabello,
recuerda que al conocerle le había gustado su mirada segura y su voz grave como
de Leonardo Favio. «Me gustaba que me leyera cualquier texto –dijo–. Alguna
parte de una revista o hasta las noticias de los diarios». Tienen cuatro hijos
juntos, tres mujeres y un hombre. El ex gobernador siempre habla de ellos,
incluso cuando sus detractores querían ponerlo contra las cuerdas acusándole de
no saber nada de Educación porque era un ingeniero. Cuando era gobernador,
Vizcarra se lo tomaba con humor y respondía que su hija mayor estaba en la
universidad, la otra en secundaria, una más en primaria y el último en inicial.
«Tengo hijos en todos los niveles —decía—. Algo debo saber de educación ¿no
creen?». El humor es la distancia más corta entre dos personas. Vizcarra sabía
tender puentes con sus opositores.
Tras
llegar con su esposa a su escuela, Vizcarra invitó a subir al segundo piso a un
funcionario de la Dirección de Educación de Moquegua, y se detuvo en una de las
escaleras para atarse los pasadores de sus zapatos. La directora de la escuela
insistió en su idea de edificar una nueva aula, pero el funcionario le dio un
argumento definitivo: por normas de construcción, todo local escolar, según la
ley, debe tener como mínimo cuatro metros cuadrados de patio o área de recreo
por niño. La escuela que dirige la esposa de Vizcarra tenía poco más de
doscientos niños. «¿Cuántos metros tienes aquí? Apenas seiscientos. ¿Ya ves?
–le dijo Vizcarra–. Estás saturada de alumnos. Ahí está tu argumento técnico».
Era prioridad construir los baños que no tenían los niños del segundo piso.
Vizcarra
estaba convencido de que si Moquegua no avanzaba en Educación no podía ser más
competitiva. En un principio, el ingeniero pensaba que debía empezar gastando
el dinero en comprar una computadora portátil para cada maestro, pero luego
sintió que se equivocaba priorizando en tecnología. Había colegios que no
tenían servicios de agua, desagüe y electricidad. Vizcarra recuerda que la
pobreza es hereditaria y que la mejor manera de despojarse de ese legado es con
más educación. El gobernador veía una relación directa entre más horas de
clases y mejores resultados académicos de los alumnos. Los países que tienen más
horas de clases están por encima del resto. En Japón el año escolar tiene 243
días, 220 en Corea del Sur, 216 en Israel, 200 en Holanda, 200 en Tailandia,
180 en Estados Unidos. Los países latinoamericanos no superan los 160 días. En
Perú son 140. «Nos hemos acostumbrado —dice Vizcarra— a suspender las clases
por cualquier cosa». El domingo en que el equipo de fútbol moqueguano San Simón
ascendió al fútbol profesional le pidieron, como gobernador, que declarara
feriado el lunes. Vizcarra se negó. Lo criticaron porque el gobernador anterior
había declarado feriado cuando otro equipo, el Cobresol, clasificó a la liga
profesional. Sin feriados injustificados, los estudiantes de Moquegua ganaron
más horas de estudio.El siguiente acto de Vizcarra fue contratar a más
supervisores para cuidar el nivel de conocimiento, amor propio y contagio de
sus maestros. Para él, el programa de supervisión de profesores tenía una
lógica parecida a la de las obras de construcción, donde hay un ingeniero
residente, responsable de que el trabajo avance, y un ingeniero supervisor que
guía, fiscaliza y verifica los retos de la obra. En el aula es lo mismo: un
docente acompañante examina y orienta al maestro principal. Pero en Moquegua,
como en el resto del país, el Ministerio de Educación no tiene dinero para
contratar a maestros que acompañen a otros en todas las aulas. Necesitaban
ciento veinte maestros y el ministerio solo contrató a algo más de cincuenta.
Vizcarra pagó a los otros sesenta y seis que faltaban. Galo Vargas Cuadros, presidente
de la Cámara de Comercio de Moquegua, dice de él: «Vizcarra, con más educación,
ha mejorado la autoestima de los moqueguanos». El gobernador hizo que todos los
alumnos de la región tuvieran una carpeta cómoda y bien pintada. Se propuso que
cada verano, entre enero y marzo, se reparara todo el mobiliario dañado. No
contrató carpinteros, sino a estudiantes de universidades e institutos
superiores. Jóvenes chambeando en vacaciones, se llamó el programa. Se les
enseñó el oficio y se les pagó un equivalente a trescientos dólares al mes. El
segundo año hubo mil vacantes y postularon cinco mil jóvenes. Tuvieron que
juntarlos a todos en el coliseo de la ciudad para sortear las vacantes.
Vizcarra invitó al sindicato de profesores a ser parte de los cambios: les
pidió nombrar representantes para los comités de compra de materiales y
contratación de profesores, para decidir en qué colegios se debían hacer nuevas
aulas o repararlas. Conversó con todos para apuntar a un mismo objetivo:
mejorar el aprendizaje en las escuelas.
En
sus once años de alumno, Martín Vizcarra ocupó el primer lugar en la Gran
Unidad Escolar Simón Bolívar. Era presidente de aula y sus compañeros recuerdan
su fino humor que lo alejaba de la figura de nerd. Pasaba varias horas jugando
ajedrez hasta llegar a ser campeón regional juvenil. Ahora prefiere practicar
Frontón, un juego con raquetas y una pared que exige más resistencia física que
agilidad mental. Ingresó a la Universidad Nacional de Ingenierías, UNI, en
Lima, en el puesto diecisiete entre miles de postulantes. Tras acabar su
carrera, en tiempos del primer gobierno de Alan García, el joven ingeniero
consiguió trabajo en Arequipa, una región vecina a Moquegua, gracias a su
padre, un reconocido militante del APRA. Vizcarra tenía que supervisar la
culminación del puente Collota a cerca de cuatro mil metros de altura. El
puente debía haberse acabado en cuatro meses pero ya llevaba dos años. Vizcarra
se dio cuenta de que en lugar de un especialista, necesitaban una persona
honrada. Cuando llegó a Collota después de diez horas de viaje desde Arequipa,
el ingeniero residente de la obra lo esperó con una gran fiesta con orquesta,
comida, cerveza, bailarinas y todos los trabajadores disfrutando. Con esas
fiestas el residente de obra conseguía que los supervisores le ampliaran el
plazo y el presupuesto una y otra vez. Vizcarra puso orden y la obra se terminó
en seis meses, sin ninguna prórroga más. Al interior de la dirigencia aprista
se corrió la voz sobre lo que había hecho. Le propusieron que se quedara como
jefe de la Microrregión La Unión, una provincia arequipeña. «Me gustó, era
soltero y el pueblo era bonito». Vizcarra empezó a vivir a gusto en Cotahuasi,
capital de La Unión. Gestionaba obras para el lugar y enseñaba matemáticas y
construcción civil en el instituto del pueblo. Allí no había energía eléctrica
y sólo entre las seis y nueve encendían un grupo electrógeno para alumbrarse.
Una vez se quedó hasta tarde en la oficina con el dibujante de planos, la
secretaria y un asistente. Afuera se estacionaron dos camionetas de donde
bajaron cuatro hombres y se cubrieron sus rostros con pasamontañas. Tenían
armas largas. Entraron y preguntaron quién era el jefe. Vizcarra se apuró a
contestar: «Está en Arequipa». Le preguntaron por un ingeniero. «Tampoco hay
ingenieros», respondió. Le preguntaron quién era él. «Soy el topógrafo»,
mintió. Les ordenaron que se tiraran al piso y descargaron sus armas
destrozando la oficina. «Los vidrios cayeron sobre nosotros —recuerda—. No nos
movimos del piso unos veinte minutos». Encendieron velas y vieron que todas las
paredes tenían pintadas de Sendero Luminoso. Cotahuasi queda cerca de Ayacucho,
la región donde Abimael Guzmán había iniciado su lucha armada. Vizcarra recién
tenía dos meses en el cargo. Al día siguiente cogió sus cosas y nunca más
volvió a Cotahuasi. Su lugar lo ocupó un vecino notable del pueblo apellidado
Cateriano. «Era un señor –dice– que me hacía recordar mucho a mi padre». A los
tres meses, cuando estaba en Moquegua, se enteró que lo habían asesinado.
IV
El
ministro de Educación colecciona mapas antiguos. En su oficina del ministerio
tiene los dos más valiosos de su colección. Los compró en Nueva York. Uno es de
1771 y en la leyenda se lee: South America–Bolivia and Perú with a part of
Brazil. El otro, de 1844, es francés: Carte du Perou, dice en su descripción.
De niño le gustaba ojear el Atlas Geográfico. «Me pasaba horas mirando mapas,
reconociendo las fronteras y las capitales de los países –recuerda Saavedra–.
Era como una obsesión». Hoy en sus dos teléfonos móviles tiene la aplicación
Google Maps. Cada vez que viaja a una ciudad lo usa todo el tiempo para no
perder la orientación. A sus asesores siempre les pide que le alisten los mapas
de todos los lugares que visita. Así ocurrió cuando visitó Trujillo, una ciudad
a algo más de quinientos kilómetros al norte de Lima, para inspeccionar los
colegios que podían ser dañados por el fenómeno de El Niño. A media mañana, en
el hall del hotel donde se hospedaba, antes de iniciar el recorrido, sus asesores
extendieron dos grandes mapas de papel sobre una mesa para explicarle la
ubicación de cada escuela. Vestido con su clásica camisa celeste y una Coca
Cola Zero en la mano, el ministro Saavedra partió al colegio Rafael Larco en el
centro poblado Chiclín, a cuarenta minutos del centro de Trujillo. El fenómeno
de El Niño produce sequía en la sierra y abundante lluvia en la costa, por eso
el temor de los maestros de los colegios de Trujillo es que los ríos se
desborden e inunden sus aulas. Saavedra llegó hasta Chiclín sin previo aviso.
«Es mejor así —dijo—. Observas los colegios en su situación real. Cuando les
avisas, preparan ceremonias, fiestas y maquillan todo». En el aula de segundo
grado de primaria de la profesora Genoveva Monzón, el ministro preguntó a los
niños qué habían aprendido esa mañana.
—A
sumar —le respondieron. —¿Cuánto es ocho más ocho? —Dieciséis —gritaron. —¿Y
treinta y cinco más treinta y cinco? Hubo silencio en el aula. Segundos después
una niña respondió. —Setenta. —Muy bien ¿y saben qué es el fenómeno de El Niño?
—preguntó. —Sí, llueve mucho y se sale el río —le contestó un niño. —¿Y qué
debemos hacer? —Poner sacos rellenos de arena en las puertas para que no entre
el agua —dijo otro. —Muy bien, ¿y qué van a ser cuando sean grandes? —Policía,
para atrapar a los rateros. —Chef. —Doctor. —Profesora.
En
los otros cinco colegios que el ministro Saavedra visitó hasta las seis de la
tarde en los pueblos de Paiján, La Esperanza y El Porvenir, los problemas se
repetían: estaban ubicados en zonas de alto riesgo, con aulas viejas y techos
en peligro de colapsar. Como única posibilidad de prevención, debían subir las
carpetas, equipos, libros, registros y muebles al segundo piso por si se
inundara el local. Para que los alumnos no se expusieran al peligro que podía
ocasionar El Niño, adelantaron el cierre del año escolar. Los viajes son para
Saavedra un modo de trazar su cartografía de problemas por resolver.
Cuando
era gerente de Reducción de Pobreza y Género en el Banco Mundial, Jaime
Saavedra viajaba unas quince veces al año por todo el mundo. «Tenías que trabajar
con tu pasaporte en el bolsillo». En cualquier momento, partía. Cada salida
duraba entre cinco y quince días. Ahora, como ministro de Educación, viaja al
interior del Perú. En sus dos años como ministro, sólo ha viajado tres veces al
extranjero. «No tengo idea dónde está mi pasaporte», dice sin nostalgias.
Saavedra pasó diez años en el Banco Mundial en Washington, entre 2003 y 2013.
Primero como gerente y su último año y medio de vicepresidente. Su trabajo
original consistía en dar asistencia técnica a toda clase de países. Por
ejemplo, ayudó en México a que se hiciera el programa Oportunidad, muy similar
al programa Juntos en Perú, que otorga un bono de dinero en efectivo a las
familias pobres. Saavedra lideraba un equipo de sesenta personas en toda América
Latina. Supervisaba los préstamos que hacía el Banco Mundial para aliviar la
pobreza. Una vez que le dieron la vicepresidencia de Reducción de la Pobreza,
su vida cambió. Jim Yong Kim, el nuevo presidente del Banco Mundial, le encargó
ser parte del equipo que buscaría definir la misión del banco para el futuro.
El Banco Mundial ya no debía hacer simplemente lo que los gobiernos le pedían,
es decir, financiar proyectos que muchas veces no tenían impacto en la
reducción de la pobreza y la desigualdad. En medio de discusiones
interminables, Jaime Saavedra ayudó a definir las dos nuevas misiones del Banco
Mundial: 1. La eliminación del hambre: llegar al 3% a nivel mundial para el
2030; hoy llegan al 12.7%. 2. La prosperidad compartida: para medir el progreso
de un país, el Banco Mundial ya no mirará solo el crecimiento de los ingresos o
el Producto Bruto Interno: basará su análisis en el crecimiento de los ingresos
del cuarenta por ciento de los habitantes más pobres de un país. Ese es hoy su
indicador.
En
octubre de 2013, Jaime Saavedra aceptó ser ministro de Educación. Saltó de la
burocracia de una institución mundial a la burocracia estatal de su país. «Hay
burocracia en todos lados. La diferencia –dice el ministro– es que en el Banco
Mundial no se parte de la premisa de que el funcionario es un ladrón. Aquí sí».
De esa gran experiencia que duró diez años de su vida, trasladó al Ministerio
de Educación un estilo de trabajo por metas y objetivos. Saavedra vino
convencido de que la educación es la única manera de cambiar el destino de un
país. «Decirlo suena a lugar común, pero es verdad. Sin educación pública
gratuita de buena calidad y sin maestros revalorados socialmente, no hay
progreso», insiste. Durante el gobierno de Humala, el Perú ha duplicado el gasto
por alumno de seiscientos a mil doscientos dólares. Aún es muy pobre comparado
con los dos mil ochocientos dólares de Chile o los más de ocho mil dólares que
invierten los países del Primer Mundo. «Estamos años luz de lo que deberíamos
tener», admite. Al final de su visita a los colegios de Trujillo, el ministro
de Educación se retiró muy frustrado. «Sé que esos niños no podrán tener
mejores aulas este ni el próximo año», dijo. Sabe que tener todas las aulas del
país cómodas y equipadas exigiría invertir unos veinte mil millones de dólares,
una cifra cercana a un diez por ciento del Producto Bruto Interno del Perú. Una
cantidad con la que se podrían construir treinta aeropuertos como el que se
hará en Chinchero-Cusco, hacer veinte carreteras Interoceánicas o remodelar
cuarenta estadios como el Maracaná de Río de Janeiro.
V
Durante
su gobierno de Moquegua, el ingeniero Vizcarra fue un gran negociador. Mientras
en regiones como Cajamarca se cancelaba el proyecto Conga y en Arequipa se
abortaba el proyecto Tía María, por oposición de sus autoridades y habitantes,
en Moquegua el gobernador Vizcarra concedió que Anglo American explotara el
cobre de sus tierras a cambio de mil millones de soles, unos trescientos veinte
millones de dólares para obras. La negociación duró un año de enfrentamientos y
conciliaciones. Vizcarra quiso hacer lo mismo con Southern Perú, y el
presidente ejecutivo de la minera dijo que no tenía nada que conversar porque
la empresa pagaba sus impuestos y cumplía todas sus obligaciones. Entonces el
gobernador convocó a una protesta. «Yo no busco resultados en base a la
confrontación, sino en base al diálogo —dijo—. Pero hay momentos en que debemos
ponernos fuertes». Lo que buscaba era que Southern, luego de operar cincuenta
años en Moquegua y haber causado irreparables daños ambientales con sus
relaves, como mínimo, contribuyera a la educación de esta región. Días antes de
la protesta, Southern reaccionó ofreciendo financiar un proyecto educativo
invirtiendo unos dos millones y medio de dólares. Vizcarra no aceptó. Les dijo
a los funcionarios de la minera que estaba elaborando su propio proyecto
educativo y que costaría una cifra equivalente a unos treinta y seis millones
de dólares. «Ni hablar, es mucho, quizás podamos apoyar una parte», recuerda
que le respondió el presidente ejecutivo de la mina de cobre. Como no llegaron
a un acuerdo, el gobernador llamó a la gente a las calles. «Fue una marcha para
motivar un poco a Southern», dijo irónico. El 1 de setiembre de 2011, cerca de
diez mil personas protestaron en las calles de Moquegua. Edmer Trujillo, ex
gerente general de la gestión de Vizcarra, marchó en primera fila. «Fue la
primera vez en mi vida que participé de una protesta —dijo—. Y era justa».
Southern sintió el golpe. La marcha ocupó titulares hasta en el extranjero.
Aceptaron financiar todo el proyecto. Con ese dinero de la compañía minera,
todas las escuelas públicas de Moquegua tendrían Internet, estarían
interconectadas entre sí, las aulas tendrían pizarras táctiles, y los maestros,
por fin, una laptop y serían capacitados en el uso de la tecnología.
La
plataforma informática la haría IBM y el software la Universidad Católica de
Santa María de Arequipa. Cuando Vizcarra se enteró de que esta universidad
cobraría unos siete millones de dólares por hacer el software, viajó a Arequipa
a hablar con el rector. «Nunca has hecho un contrato tan millonario y lo
conseguiste gracias a Moquegua. ¿Cuántas becas me puedes dar para que mis
maestros hagan una maestría aquí?», recuerda Vizcarra que le preguntó. El
rector le ofreció cien becas completas. Vizcarra le pidió mil. Llegaron a un
punto intermedio: seiscientas becas. «Eso no es parte del acuerdo con la
Southern —dice—. Es un plus que conseguimos». Se convocó a un concurso entre
los tres mil profesores de Moquegua y eligieron a los seiscientos becarios.
A
Vizcarra lo acusan con frecuencia de ser un aprista encubierto. Es un estigma
que carga por César Vizcarra Vargas, su padre, un militante del APRA, ex
alcalde de Moquegua y miembro de la Asamblea Constituyente que presidió Haya de
la Torre. De niño llegaban a su casa Haya de la Torre, Ramiro Prialé, Luis
Alberto Sánchez y un jovencísimo Alan García. En 2006, el ingeniero Vizcarra
postuló por el Apra en las elecciones regionales, no como militante sino como
invitado. Nunca se inscribió en el partido. Perdió por cuatrocientos votos. En
2010, cuando postuló como independiente, Vizcarra ganó de largo. Su padre, el
alcalde de Moquegua, había ideado el Proyecto Pasto Grande, una represa de
doscientos millones de metros cúbicos de agua, con un túnel de derivación y
canales para irrigar quince mil hectáreas de cultivo. El hijo fue el ingeniero
jefe del proyecto. «Yo quise tanto este proyecto —había declarado el alcalde—
que tuve que hacer un hijo para que lo construya». César Vizcarra Vargas no
pudo ser testigo de la carrera política de su hijo. Hoy tres colegios en
Moquegua llevan su nombre. Cuando acabó su trabajo en Pasto Grande, el
ingeniero creó con su hermano mayor la empresa constructora C&M Vizcarra.
Su hermano puso treinta mil dólares, y él veinte mil que le había prestado su
padre. Con ese dinero compraron las dos primeras máquinas para la empresa. «Una
mezcladora y una vibradora para el concreto –recuerda–. Unas máquinas de
segunda mano que compré en Arequipa». Ahora los bienes de la empresa, según él,
valen cerca de tres millones de dólares. Él diseña los proyectos y presupuesta
las obras. Su hermano es el que cobra.
VI
En
2014, el ministro de Educación le concedió al gobernador de Moquegua las Palmas
Magisteriales en el grado de Amauta. Es la máxima condecoración que cada año
reconoce una gran contribución de servicio a la educación del Perú. Es un honor
a una trayectoria, y el ingeniero Vizcarra fue el más joven de los
condecorados. Cuando terminó la ceremonia, se fue a la clínica donde estaba
internada su madre, entró a la habitación, la abrazó y le colocó la medalla.
«Ella fue maestra toda la vida —dijo Vizcarra—. Ese reconocimiento fue
inmerecido para mí». Su madre quiso ver la ceremonia por televisión, pero el
canal del Estado no la transmitió. La hija mayor de Vizcarra, futura ingeniera
civil, grabó la ceremonia en su teléfono celular y después se la mostraría a su
abuela. Allí escuchó decir al ministro Saavedra en su discurso: «Gracias a los
maestros por ese esfuerzo que nadie filma, que nadie le toma fotos, que nadie
ve, pero que puede marcar la vida de un alumno». Dos meses después de aquella
ceremonia, Doris Cornejo, maestra de primaria por más de treinta años, moriría
en Moquegua. Hoy a Jaime Saavedra le queda medio año de ministro y aún no sabe
qué hará después. Martín Vizcarra ha vuelto a su constructora, pero lo siguen
invitando a dar conferencias en todo el país para que comparta lo hecho en
Moquegua. En América Latina, los políticos carecen de mística y ambición para
hacer historia, y los ciudadanos nos empeñamos en recordar a los corruptos.
Quién sabe si a estos dos señores bien educados, en unos diez años, alguien
cruzará la calle para estrecharles la mano.
FUENTE: REVISTA "ETIQUETA NEGRA" republicado el 22 de marzo del 2018
http://etiquetanegra.com.pe/articulos/dos-senores-educados
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